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Abriendo la puerta a lo

sobrenatural
La primavera llegaba a su fin y el verano empezaba a perfilarse cuando, en
junio de 2007, lo que parecía ser un típico domingo estival mudó en algo
totalmente atípico para Anna Willems.

Las cristaleras que comunicaban el salón con el jardín estaban abiertas de
par en par y las delicadas cortinas blancas ondeaban con la brisa, que
empujaba al interior las fragancias del exterior. Los rayos de un sol radiante se
reflejaban en torno a Anna, que descansaba cómodamente. Un coro de
pájaros trinaba y gorjeaba en el jardín, y Anna oía la lejana melodía que
creaban las carcajadas infantiles y los alborozados chapuzones en alguna
piscina vecina. Su hijo, de doce años, leía recostado en el sofá. Anna oía
también a su hija de once, que canturreaba para sí mientras jugaba en su
habitación de la primera planta, encima del salón.

Anna, psicoterapeuta de profesión, trabajaba como directora y era miembro
del consejo de una importante institución psiquiátrica de Ámsterdam, cuyos
beneficios sumaban más de diez millones de euros anuales. A menudo
aprovechaba el fin de semana para ponerse al día con sus lecturas
profesionales y esa tarde estaba sentada en la butaca de cuero rojo leyendo un
artículo científico. Anna no podía imaginar que eso que cualquiera habría
considerado un entorno ideal de haber asomado la nariz en su salón estaba a
punto de convertirse en una pesadilla.

Anna estaba un poco distraída. No acababa de concentrarse en el material
que intentaba estudiar. Dejó los papeles e hizo un descanso, según se
preguntaba otra vez dónde se habría metido su marido. Se había marchado a

primera hora de la mañana mientras ella se duchaba. Había desaparecido sin
comunicar a nadie a dónde se dirigía. Los niños le habían relatado a Anna que
su padre se había despedido de ellos con un gran abrazo antes de partir. Ella
había intentado llamarlo al móvil varias veces, pero él no respondía y
tampoco le devolvía las llamadas. Probó otra vez; nada. Algo no iba bien.

A las tres y media de la tarde sonó el timbre. Cuando Anna abrió la puerta
principal, vio a dos policías plantados al otro lado.

—¿Es usted la señora Willems? —preguntó uno de los agentes. Cuando ella
respondió afirmativamente, los policías le preguntaron si podían pasar para
hablar con ella. Preocupada y un poco desconcertada, Anna los invitó a
entrar. Y entonces le dieron la mala noticia: por la mañana, su marido había
saltado de uno de los edificios más altos de la ciudad. Como era de esperar, la
caída había sido fatal. Anna y sus dos hijos se sentaron, presas de un estupor
paralizante y de la incredulidad.

Anna dejó de respirar un instante y, cuando pudo tomar aire, empezó a
temblar de un modo incontrolable. Tuvo la sensación de que el tiempo se
congelaba. Mientras sus hijos seguían allí sentados, en estado de shock, Anna
intentó disimular su dolor y su estrés para no inquietarlos aún más. Una
fuerte jaqueca se apoderó de ella súbitamente. Al mismo tiempo, notó un
intenso calambre en el vientre. Se le tensaron el cuello y los hombros según su
mente pasaba de un pensamiento a otro con frenesí. Anna había entrado en
modo de supervivencia.

Las hormonas del estrés toman el mando
Desde un punto de vista científico, vivir con estrés equivale a vivir bajo
mínimos. Cuando percibimos la presencia de una circunstancia estresante
que nos amenaza en algún sentido (cuyas consecuencias no podemos predecir
ni controlar), un sistema nervioso primitivo, el sistema nervioso simpático, se
pone en marcha y el cuerpo moviliza una cantidad enorme de energía en
respuesta al factor estresante. A nivel fisiológico, el cuerpo dispone al
momento de los recursos que va a necesitar para afrontar un peligro
inminente.

Las pupilas se dilatan para que podamos ver mejor; el ritmo cardiaco y la
respiración se aceleran para que podamos correr, luchar o escondernos; el
organismo libera glucosa al torrente sanguíneo con el fin de que nuestras
células dispongan de más energía y la sangre se desplaza de los órganos
internos a las extremidades para que podamos movernos con rapidez, de ser
necesario. El sistema inmunitario se dispara y luego decae, según la
adrenalina y el cortisol inundan los músculos con el fin de proveerlos de la
descarga de energía que necesitan para escapar o eludir al estresor. La
circulación abandona el cerebro anterior, nuestro cerebro racional, para
dirigirse al cerebro posterior, de modo que perdemos capacidad de pensar
creativamente a la par que se activan nuestros instintos para que podamos
reaccionar con celeridad.

En el caso de Anna, la noticia estresante del suicidio de su marido sumió su
cerebro y su cuerpo en ese estado de supervivencia. A corto plazo, todos los
organismos pueden tolerar las condiciones adversas que requiere luchar,
esconderse o huir de un estresor inminente. Estamos diseñados para soportar
breves descargas de angustia como ésas. Cuando el peligro ha cesado, el
cuerpo acostumbra a volver a la normalidad en cuestión de horas, durante las
cuales recupera sus niveles de energía normales y retoma sus recursos vitales.
Sin embargo, cuando el factor de estrés no cesa, el cuerpo jamás recupera el
equilibrio. En realidad, ningún organismo de la naturaleza soporta vivir en
condiciones de emergencia durante largos periodos.

Como nuestro cerebro es grande, los seres humanos poseemos la capacidad
de cavilar sobre nuestros problemas, revivir situaciones del pasado e incluso
prever catástrofes futuras; todo lo cual desencadena una cascada de
reacciones químicas relacionadas con el estrés. Nos basta recordar un
episodio perturbador del ayer o tratar de controlar un mañana impredecible
para provocar grandes desequilibrios fisiológicos en el cerebro y el
organismo.

Anna revivía mentalmente el traumático suceso a diario, una y otra vez. No
se percataba de que su cuerpo desconocía la diferencia entre el
acontecimiento original, que había provocado su reacción de estrés, y el
recuerdo de éste, que le suscitaba las mismas emociones que la experiencia

real. En cada ocasión, nocivas sustancias químicas inundaban su cerebro y su
cuerpo, igual que si el desastre se estuviera repitiendo una y otra vez. De ahí
que su mente no dejase de registrar el suceso en la memoria, y su cuerpo
experimentaba esos agresivos procesos químicos a razón de unas cien veces al
día. Al recordar la experiencia repetidamente, Anna estaba encadenando su
cerebro y su cuerpo al pasado sin darse cuenta.

Las emociones son consecuencias (o respuestas) químicas de experiencias
pasadas. Según nuestros sentidos registran información procedente del
entorno, grupos de neuronas se organizan en redes. Cuando crean una red, el
cerebro fabrica un compuesto químico que viaja por el cuerpo. Ese
compuesto es la emoción. Recordamos mejor los acontecimientos cuando
evocamos cómo nos sentimos al experimentarlos. Cuanto más alto sea el
coeficiente emocional de un suceso —ya sea positivo o negativo—, más
profundo será el cambio de la química interna. En el instante en que
reparamos en un cambio interno significativo, el cerebro presta atención al
agente externo que ha generado ese cambio y registra las condiciones
externas. A eso lo llamamos memoria.

En consecuencia, el recuerdo de un acontecimiento puede quedar
neurológicamente grabado en el cerebro y la escena se congela en nuestra
materia gris, tal como le sucedió a Anna. La combinación de personas u
objetos presentes en el momento y el lugar en que se produce la experiencia
estresante se inscribe en nuestra arquitectura neuronal como una imagen
holográfica. Así se crean los recuerdos a largo plazo. En consecuencia, la
experiencia se imprime en nuestros circuitos neuronales, mientras que la
emoción se almacena en el cuerpo; y de ese modo el pasado deviene en
nuestra anatomía. En otras palabras, cuando experimentamos un hecho
traumático, tendemos a pensar, en términos neuronales, dentro del circuito
de esa experiencia y a sentir, en términos químicos, dentro de los límites de
las emociones que nos generó el suceso, de modo que nuestro estado de
consciencia —cómo pensamos y cómo nos sentimos— queda biológicamente
atrapado en el pasado.

Como imaginarás, Anna experimentaba un caudal de emociones negativas:
una tristeza tremenda, dolor, autocompasión, pena, sentimiento de culpa,

vergüenza, desesperación, rabia, odio, frustración, resentimiento, estupor,
miedo, ansiedad, preocupación, agobio, angustia, desesperación, impotencia,
aislamiento, soledad, incredulidad y sentimiento de traición. Y ninguna de
esas emociones se disipó con rapidez. Como Anna analizaba su vida inmersa
en las emociones del pasado, sufría cada vez más. Y como no podía pensar
más allá de su malestar, y puesto que estas emociones eran un recuerdo de
otro tiempo, pensaba desde el pasado y cada día se sentía peor. Como
psicoterapeuta que era, podía comprender racional e intelectualmente lo que
le estaba pasando, pero su sufrimiento era más poderoso que todos sus
conocimientos.

Sus amistades empezaron a tratarla como a una mujer que ha perdido a su
marido, y esa condición devino en su nueva identidad. Asociaba los recuerdos
y sentimientos con su estado presente. Cuando alguien le preguntaba por qué
se sentía tan mal, le contaba la historia del suicidio. En cada ocasión revivía el
dolor, la angustia y el sufrimiento, una y otra vez. Al hacerlo, Anna seguía
activando los mismos circuitos de su cerebro y su cuerpo, que la sumían aún
más en el pasado. Pensaba, actuaba y sentía a diario como si el pasado fuera el
presente. Y habida cuenta de que nuestros pensamientos, actos y sentimientos
configuran nuestra personalidad, la personalidad de Anna era un producto
del pasado. Desde una perspectiva biológica, al actualizar constantemente el
relato del suicidio de su marido, Anna, literalmente, no podía superar lo
sucedido.

El inicio de una espiral descendente
Anna ya no podía trabajar y tuvo que pedir la baja laboral. En esa época
descubrió que su marido, aun siendo un abogado de éxito, estaba
experimentando graves dificultades financieras. Anna tendría que pagar
deudas considerables de las que ni siquiera tenía conocimiento previo; y
carecía del dinero para hacerlo. Como es natural, el estrés emocional,
psicológico y mental que ya padecía se multiplicó.

Los pensamientos de Anna devinieron un círculo vicioso en el que las
mismas preguntas se repetían una y otra vez: «¿Cómo voy a cuidar de mis

hijos? ¿Cómo superaremos este trauma y cómo afectará a nuestras vidas? ¿Por
qué se marchó mi marido sin despedirse de mí? ¿Cómo es posible que no me
diera cuenta de que era tan infeliz? ¿Le fallé como esposa? ¿Cómo pudo
abandonarme con dos hijos, y cómo me las arreglaré para criarlos yo sola?»

Poco después, los juicios de valor se abrieron paso en su mente: «¡No
debería haberse suicidado, sabiendo que me iba a dejar en medio de un
desastre financiero! ¡Qué cobarde! ¿A quién se le ocurre privar a sus hijos de
un padre? Ni siquiera escribió un mensaje para los niños y para mí. Le odio
por no haber dejado una nota de despedida. Hay que ser muy mala persona
para dejarme sola con dos hijos a los que criar. ¿No se le ocurrió pensar cómo
nos iba a afectar su decisión?» La carga emocional de todos esos
pensamientos empeoró su salud aún más si cabe.

Nueve meses más tarde, el 21 de marzo de 2008, Anna despertó paralizada
de cintura para abajo. Pocas horas después estaba tumbada en el hospital, con
una silla de ruedas junto a la cama. Le habían diagnosticado neuritis:
inflamación del sistema nervioso periférico. Tras efectuar varias pruebas, los
médicos no pudieron encontrar ninguna causa estructural que justificase su
estado y concluyeron que debía de tratarse de un problema autoinmune. Su
sistema inmunitario había atacado al sistema nervioso de la espina lumbar,
rompiendo así la capa protectora que recubre los nervios, lo que le había
provocado parálisis en ambas piernas. No podía retener la orina, tenía
dificultades para controlar los intestinos y carecía de sensaciones y de control
motor en ambas piernas y en los pies.

Cuando la reacción de lucha o huida se desencadena en el sistema nervioso
y permanece activa a causa del estrés crónico, el cuerpo recurre a todas sus
reservas energéticas para afrontar la amenaza constante que percibe en el
entorno exterior. En consecuencia, el cuerpo carece de energía para
regenerarse y repararse en el entorno interior, lo que desequilibra el sistema
inmunitario. Debido a su incesante conflicto interno, el sistema inmunitario
de Anna había atacado a su cuerpo. Finalmente estaba expresando en el plano
físico el dolor y el sufrimiento que experimentaba en el plano mental.
Resumiendo, Anna no podía mover el cuerpo porque no podía seguir
adelante con su vida; se había quedado atascada en el pasado.

A lo largo de las seis semanas siguientes, los médicos trataron a Anna con
grandes dosis de dexametasona intravenosa y otros corticoides para reducir la
inflamación. A causa del estrés añadido y de los fármacos que le estaban
administrando —que tienden a debilitar aún más el sistema inmunitario—
contrajo también una agresiva infección bacteriana, que los médicos
combatieron con antibióticos a mansalva. Transcurridos dos meses, Anna fue
dada de alta. Podía desplazarse de un lado a otro, pero sólo con ayuda de
muletas o un andador. Seguía sin notar la pierna izquierda y experimentaba
grandes dificultades para permanecer de pie. No podía caminar con
normalidad. Aunque dominaba un poco mejor los intestinos, no controlaba
la orina. Como puedes imaginar, la nueva situación agravó los niveles de
estrés de Anna, que ya estaban por las nubes. Su marido se había suicidado,
apenas si podía trabajar para mantenerse a sí misma y a sus hijos, padecía una
grave crisis financiera y había pasado dos meses en el hospital completamente
paralizada. Su madre tuvo que mudarse a su casa para echarle una mano.

Anna se encontraba inmersa en una catástrofe emocional, mental y física, y
si bien contaba con los mejores profesionales y los fármacos más avanzados
de un prestigioso hospital, no lograba mejorar. En 2009, dos años después de
la muerte de su marido, le diagnosticaron una depresión clínica; así que
empezó a tomar todavía más medicación. En consecuencia, los estados de
ánimo de Anna oscilaban de la rabia a la tristeza pasando por el dolor, el
sufrimiento, la impotencia y la frustración, cuando no el miedo y el odio más
intensos. Como esas emociones influían en su conducta, su comportamiento
se tornó un tanto irracional. Al principio se peleaba con todos aquellos que
tenía cerca exceptuando a sus hijos. Pero luego empezó a discutir con su hija
también.

La noche oscura del alma
Mientras tanto, nuevos problemas físicos empezaron a manifestarse y el viaje
de Anna se tornó aún más doloroso si cabe. Como consecuencia de otra
enfermedad autoinmune llamada liquen plano erosivo, grandes ulceraciones
se extendieron por las membranas mucosas de su boca y se propagaron a su

esófago superior. Para tratar la dolencia, Anna se vio obligada a usar pomadas
corticosteroides en la boca y a sumar más pastillas a la medicación diaria.
Esos nuevos medicamentos inhibieron la producción de saliva. No podía
tomar alimentos sólidos, así que perdió el apetito. Anna sufría tres tipos de
estrés —físico, químico y emocional— al mismo tiempo.

En 2010, Anna entabló una relación disfuncional con un hombre que la
maltrataba a ella y a sus hijos mediante el abuso verbal, los juegos de poder y
las amenazas constantes. La mujer perdió todo su dinero, el trabajo y
cualquier sensación de seguridad. Cuando perdió la casa también, tuvo que
mudarse a vivir con el maltratador. Los niveles de estrés de Anna seguían
aumentando. Las ulceraciones se extendieron a otras membranas mucosas,
incluida la vagina, el ano y todo el esófago. Su sistema inmunitario se había
derrumbado y ahora padecía diversos problemas de piel, alergias alimentarias
y problemas de peso. Empezó a experimentar dificultad para deglutir y acidez
de estómago, así que le recetaron nuevos medicamentos.

En octubre, Anna abrió una pequeña consulta de psicoterapia en su hogar.
Sólo tenía fuerzas para atender a dos clientes al día, por la mañana, mientras
sus hijos estaban en el colegio, y únicamente tres días a la semana. Por la tarde
se sentía tan agotada y enferma que se tumbaba en la cama hasta el regreso de
sus hijos. Intentaba atenderlos lo mejor que podía, pero no tenía energía y
nunca se encontraba con ánimo para salir de casa. Anna apenas si veía a
nadie. Carecía de vida social.

Todas las circunstancias de su vida y de su cuerpo le recordaban
constantemente hasta qué punto era desgraciada. No podía pensar con
claridad y le costaba concentrarse. Apenas si tenía vitalidad o energía para
seguir viva. Al menor esfuerzo, su pulso excedía los doscientos latidos por
minuto. Sudaba y jadeaba constantemente, y notaba un fuerte dolor en el
pecho con regularidad.

Anna estaba experimentando la más oscura noche del alma. Súbitamente,
entendió por qué su marido se había quitado la vida. No estaba segura de
poder soportarlo más y empezó a considerar la idea del suicidio. Nada puede
ser peor que esto, pensaba.

Y, pese a todo, su estado empeoró todavía más. En enero de 2011, el equipo

médico le encontró un tumor junto a la boca del estómago y le diagnosticó
cáncer esofágico. Como es natural, la noticia no hizo sino aumentar los
niveles de estrés de Anna. Los médicos sugirieron una tanda rigurosa de
quimioterapia. Nadie le preguntó por su estado emocional y mental; se
limitaron a tratar los síntomas físicos. Sin embargo, el estrés de Anna estaba
disparado y no había modo de frenarlo.

Sorprende la cantidad de personas que experimentan eso mismo. A causa
de un fuerte shock o de un trauma, nunca llegan a superar las emociones
asociadas, y tanto sus vidas como su salud se hacen añicos. Si una adicción es
algo que se apodera de nosotros, podríamos concluir objetivamente que las
personas como Anna se vuelven adictas a esas mismas emociones estresantes
que las han enfermado. La subida de adrenalina y otras hormonas del estrés
estimulan su cuerpo y su cerebro, lo que les proporciona una descarga de
energía.3 Con el tiempo, se vuelven adictas a esa descarga de compuestos
químicos; y luego recurren a las personas y a las circunstancias que las rodean
para reforzar su adicción a la emoción y así volver a activarla. Anna estaba
empleando su situación de estrés para renovar la descarga de energía y, sin
darse cuenta, se había vuelto emocionalmente adicta a la misma vida que
tanto odiaba. La ciencia nos dice que el estrés crónico acaba por pulsar las
teclas genéticas que provocan la enfermedad. Así pues, si Anna estaba
desencadenando su propia reacción de estrés al pensar en sus problemas y en
el pasado, sus mismos pensamientos la estaban enfermando. Y como las
hormonas del estrés son tan poderosas, había desarrollado una adicción a sus
propios pensamientos, los mismos que la llevaban a sentirse tan mal.

Anna accedió a someterse a la quimioterapia, pero después de la primera
sesión se desmoronó mental y emocionalmente. Una tarde, mientras sus hijos
estaban en el colegio, Anna se desplomó en el suelo, llorando. Por fin había
tocado fondo. Comprendió que, de seguir así, no viviría mucho más y dejaría
a sus hijos huérfanos de padre y madre.

Empezó a rezar pidiendo ayuda. Sabía, en el fondo de su corazón, que las
cosas tenían que cambiar. En un gesto de absoluta sinceridad y derrota, pidió
guía, apoyo y una salida. Prometió que, si sus plegarias eran atendidas, daría
las gracias cada día del resto de su vida y ayudaría a las personas que se

encontraran en su misma situación.

El punto de inflexión de Anna
Anna se tomó su decisión de cambiar como una misión. En primer lugar
decidió dejar todos los tratamientos al igual que los fármacos que tomaba
para sus diversas enfermedades físicas, aunque no abandonó los
antidepresivos. No informó a los médicos y a las enfermeras de que no
volvería. Sencillamente, no se presentó a los controles. Nadie la llamó ni le
preguntó por qué. Únicamente el médico de familia se puso en contacto con
Anna para expresar su preocupación.

Aquel frío día de invierno de febrero de 2011 en el que se derrumbó en el
suelo llorando y pidiendo ayuda, Anna tomó la firme decisión de
transformarse tanto a sí misma como su vida, y la intensidad de su
determinación le otorgó un nivel de energía que permitió a su cuerpo
responder a esa idea. Fue esa decisión de cambiar la que le proporcionó las
fuerzas necesarias para alquilar una casa en la que vivir con sus hijas y dejar la
relación destructiva en la que se había instalado. De algún modo, ese instante
la redefinió. Supo que tenía que empezar de cero.

Anna y yo nos conocimos un mes más tarde. Una de las pocas amigas que
le quedaban le había reservado una plaza en una de mis charlas de los viernes.
Su amiga le propuso un trato: si le gustaba la charla, se quedarían al taller que
duraba todo el fin de semana. Anna aceptó. La primera vez que la vi, estaba
sentada en una sala atestada, a la izquierda del pasillo exterior. Las muletas
descansaban contra la pared, junto a su asiento.

Como de costumbre, mi charla de esa noche se centraba en la capacidad de
nuestros pensamientos y sentimientos para influir en el cuerpo y en la vida.
Hablé de cómo nos enferman las sustancias químicas derivadas del estrés. Me
referí a la neuroplasticidad, a la psiconeuroinmunología, a la epigenética, a la
neuroendocrinología e incluso a la física cuántica. Trataré todos esos temas
con más profundidad en otra parte del libro, pero, de momento, me
conformo con que sepas que las más recientes investigaciones en esas ramas
de la ciencia apuntan al poder de la posibilidad. Esa noche, rebosante de

inspiración, Anna pensó: Si yo he creado la vida que tengo ahora mismo,
incluida la parálisis, la depresión, la debilidad de mi sistema inmunitario, las
ulceraciones e incluso el cáncer, es posible que pueda revertirlo todo con la
misma pasión con que lo creé. Y, con esa poderosa idea en mente, Anna
decidió curarse.

Inmediatamente después de participar en su primer taller, empezó a
meditar dos veces al día. Como es natural, sentarse a meditar le resultaba
complicado al principio. Tuvo que vencer muchas dudas, y algunos días no se
encontraba bien, ni mental ni físicamente; pero meditaba de todos modos.
También tenía mucho miedo. Cuando el médico de familia llamó para saber
por qué Anna había dejado los tratamientos y la medicación, le dijo que era
una ingenua y una boba y que no tardaría en empeorar y morir. Imagina la
sensación que le provocó que una figura de autoridad le soltara algo así. A
pesar de todo, Anna siguió meditando a diario y empezó a vencer sus miedos.
A menudo se sentía abrumada por las cargas financieras, las necesidades de
sus hijos y sus muchas limitaciones físicas, pero nunca usó esas circunstancias
para zafarse del trabajo interior. Incluso asistió a cuatro talleres más ese
mismo año.

Según fue conectando consigo misma y transformando sus pensamientos
inconscientes, sus hábitos automáticos y sus estados emocionales reflejos —
que se habían grabado en su cerebro y controlaban emocionalmente su
cuerpo—, Anna fue creyendo más y más en la posibilidad de un nuevo futuro
que en el mismo pasado de siempre. Empleó la meditación, combinando una
clara voluntad con una emoción elevada, para cambiar su estado de
consciencia. Dejó de vivir biológicamente en el pasado para habitar un
flamante porvenir.

Cada día, Anna procuraba finalizar la sesión de meditación siendo una
persona distinta a la que la había comenzado; decidió no dejar de meditar
hasta que su consciencia se hallase inmersa en un profundo amor por la vida.
Para un materialista, que define la realidad a través de los sentidos, Anna no
tenía ninguna razón tangible para amar la vida; estaba deprimida, era una
viuda con dos hijos a su cargo y endeudada hasta las cejas, tenía cáncer, sufría
parálisis y úlceras en las membranas mucosas, y su calidad de vida, sin pareja

ni compañero significativo ni apenas energía para atender a sus hijos, dejaba
mucho que desear. Pero gracias a la meditación Anna descubrió que podía
mostrarle a su cuerpo, en el plano emocional, cómo se iba a sentir en el futuro
antes de vivir la experiencia real. Ni su cuerpo ni su mente inconsciente
conocían la diferencia entre el suceso real y ese que ella imaginaba y abrigaba
emocionalmente. También sabía, gracias a lo que había aprendido sobre
epigenética, que emociones tan elevadas como el amor, la dicha, la gratitud, la
inspiración, la compasión y la libertad podían estimular nuevos genes capaces
de crear proteínas sanas que influyeran en la estructura y el funcionamiento
de su cuerpo. Era muy consciente de que si los compuestos químicos del
estrés habían activado genes perjudiciales, sólo tenía que acoger esas
emociones sublimes con más pasión que las estresantes para activar genes
distintos y transformar su salud.

A lo largo de un año, su salud apenas mejoró. Pero ella siguió meditando.
De hecho, ponía en práctica todas las meditaciones que yo había diseñado
para mis alumnos. Sabía que había tardado varios años en crear su actual
estado de salud, de modo que le costaría bastante experimentar algo distinto.
Así que continuó con sus prácticas e hizo lo posible por ser tan consciente de
sus pensamientos, conductas y emociones que nada que no quisiera
experimentar se colaba en su consciencia. Al cabo de un año, Anna se percató
de que, muy lentamente, empezaba a encontrarse mejor tanto física como
emocionalmente. Estaba superando el hábito de identificarse con su antiguo
ser e inventando un flamante nuevo yo para sustituir al antiguo.

En mis talleres había aprendido que debía devolver la armonía a su sistema
nervioso autónomo, porque el SNA controla todas las funciones automáticas
que suceden al margen de la consciencia cerebral: la digestión, la absorción,
los niveles de azúcar en sangre, la temperatura corporal, las secreciones
hormonales, el ritmo cardiaco… El único modo que tenía de colarse en el
sistema operativo e influir en el SNA era cambiar su estado de consciencia
con regularidad.

Así que empezaba cada meditación con la bendición de los centros de
energía. Esas zonas del cuerpo en concreto están controladas por el SNA.
Como mencionaba en la introducción, cada centro posee su propia energía o

frecuencia (que emite información específica o posee su propia consciencia),
sus glándulas, hormonas, reacciones químicas, su propio minicerebro y, en
consecuencia, su propia mente. Cada centro está sujeto a la influencia del
cerebro subconsciente que trabaja bajo el consciente y pensante. Anna
aprendió a modificar sus ondas cerebrales para poder entrar en el sistema
operativo del SNA (ubicado en el cerebro medio) y reprogramar cada uno de
los centros con el fin de que funcionasen de manera más armoniosa. A diario,
con pasión y determinación, enfocaba la atención en cada zona de su cuerpo
así como en el espacio que rodea cada centro, y los bendecía con el fin de
mejorar su estado físico y su bienestar general. Sin prisa pero sin pausa,
reprogramó su sistema nervioso autónomo para devolverle el equilibrio y
recuperar la salud.

Anna aprendió también una técnica de respiración que suelo enseñar en los
talleres. Sirve para liberar la energía emocional que se acumula en el cuerpo
cuando pensamos y sentimos lo mismo una y otra vez. Al insistir en los
mismos pensamientos, Anna había estado creando los mismos sentimientos y
luego, al volver a experimentar esas emociones tan conocidas, caía
nuevamente en los viejos pensamientos. Descubrió que las emociones
antiguas quedan almacenadas en el cuerpo, pero que podía usar la técnica
respiratoria para liberar la energía acumulada y librarse del pasado. Así que
cada día, con una pasión mayor que su adicción a las viejas emociones,
practicaba esa forma de respiración hasta que llegó a convertirse en una
experta en la técnica. Después de aprender a movilizar la energía almacenada
en el cuerpo, exploró cómo crear en el organismo las condiciones para una
nueva mente. Para ello, desde el centro del corazón, acogió las emociones del
futuro antes de que éste se materializara.

Como Anna se dedicó a estudiar también el modelo de epigenética que
enseño en mis talleres y conferencias, aprendió que los genes no son los
causantes de la enfermedad; es el entorno el que envía señales a los genes
responsables de la dolencia. Anna comprendió que, si sus emociones eran
reacciones químicas de experiencias externas, al revivir a diario las emociones
del pasado estaba activando y dando instrucciones a los mismos genes que le
provocaban los problemas de salud. Si, en vez de eso, pudiera incorporar las

emociones de su futura vida abrigando estos sentimientos antes de vivir la
experiencia, podría cambiar su expresión génica y transformar su cuerpo para
alinearlo biológicamente con el nuevo futuro.

Anna puso en práctica una meditación adicional, que implicaba enfocar la
atención en el centro del pecho y activar el SNA desde un estado elevado con
el fin de suscitar y mantener un tipo de ritmo cardiaco muy eficiente que
denominamos «ritmo cardiaco coherente» (más adelante explicaré al detalle
en qué consiste) durante largos periodos de tiempo. Descubrió que cuando
experimentaba resentimiento, impaciencia, frustración, rabia y odio, esos
mismos estados le provocaban una reacción de estrés que llevaba a su corazón
a latir de manera incoherente y desordenada. Anna aprendió en mis talleres
que, si era capaz de mantener el nuevo estado de coherencia cardiaca, con el
tiempo experimentaría las nuevas emociones más profunda y plenamente,
igual que había adquirido el hábito de albergar sentimientos negativos con
regularidad. Como cabía esperar, le costó bastante mudar la rabia, el miedo, la
depresión y el resentimiento por alegría, amor, gratitud y sensación de
libertad; pero no se rindió. Sabía que esas emociones elevadas se traducirían
en más de mil compuestos químicos distintos que repararían y devolverían la
salud a su cuerpo…, así que lo hizo.

Anna practicó a continuación una meditación que yo he diseñado.
Implicaba caminar a diario en la piel de su nuevo yo. En lugar de sentarse a
meditar con los ojos cerrados, empezó a meditar de pie, también con los ojos
cerrados. Plantada sin moverse del sitio, entraba en un estado meditativo que
transformaba su consciencia. Luego, sin salir de ese estado, abría los ojos y
echaba a andar como su futuro ser. Al hacerlo, estaba adquiriendo día a día
un nuevo hábito de pensamiento, conducta y sentimiento. Y todo ese trabajo
pronto se traduciría en una personalidad distinta. No quería volver a caer
jamás en la inconsciencia ni retornar a su antiguo ser.

Anna advirtió que, gracias a todo ese trabajo, sus pautas de pensamiento
habían cambiado. Ya no activaba las mismas redes neuronales del mismo
modo exacto, así que esos circuitos dejaron de conectarse y empezaron a
desactivarse. Gracias a eso, dejó de pensar como solía. En el plano emocional,
empezó a atisbar destellos de gratitud y alegría por primera vez en muchos

años. A través de la meditación, estaba conquistando a diario aspectos de su
cuerpo y su mente. Anna se tranquilizó y su adicción a las emociones
derivadas del estrés se suavizó. Incluso empezó a sentir amor nuevamente. Y
siguió adelante, ganando más y más terreno a diario a su antiguo ser.

El encuentro de Anna con la posibilidad
En mayo de 2012, Anna asistió a uno de mis talleres progresivos de cuatro
días, que celebramos al norte del estado de Nueva York. El tercer día, durante
la última de cuatro meditaciones, por fin se entregó completamente a la
experiencia. Por primera vez desde que había empezado a meditar, se
sorprendió a sí misma flotando en un espacio infinito y negro, consciente de
que era consciente de sí misma. Había dejado atrás el recuerdo de la persona
que era y se convirtió en pura consciencia, totalmente libre de su cuerpo y de
cualquier asociación con el mundo material, ajena al tiempo lineal.
Experimentó una sensación de libertad tan grande que sus problemas de
salud dejaron de importar. Se sentía tan ilimitada que no se reconocía en su
presente identidad. Se sentía tan sublime que ya no conservaba ninguna
conexión con su pasado.

En ese estado, Anna carecía de problemas, había dejado atrás el dolor y se
sentía libre por primera vez. Ella no era su nombre, ni su género, ni su
identidad, cultura o profesión; se encontraba más allá del espacio y el tiempo.
Había entrado en contacto con un espectro de información que llamamos el
campo cuántico, la región donde existen todas las posibilidades. Súbitamente,
se vio a sí misma en un flamante futuro, de pie en un enorme escenario,
sosteniendo un micrófono y contándole a una multitud de personas la
historia de su curación. No imaginaba ni visualizaba la escena. Fue como si le
hubieran transferido la información, igual que si se hubiera atisbado a sí
misma siendo una mujer totalmente distinta en una nueva realidad. Su
mundo interior le parecía mucho más real que el mundo exterior, y estaba
viviendo una experiencia plenamente sensorial sin la intervención de sus
sentidos.

En el momento en que Anna vislumbró esa nueva vida en el transcurso de

la meditación, una sensación de luz y de dicha inundó su cuerpo a raudales y
experimentó un alivio profundo y visceral. Supo que ella no era un cuerpo
físico, sino algo o alguien más grande, mucho más trascendente. En ese estado
de inmensa alegría, la invadió una sensación de deleite y gratitud tan intensa
que se echó a reír. Y en ese momento Anna supo que se iba a curar. A partir
de entonces, abrigó tanta confianza, alegría, amor y gratitud que sus
meditaciones empezaron a fluir. Y decidió profundizar aún más.

Según Anna dejaba atrás su pasado, notaba cómo esa energía desconocida
abría su corazón más y más. En lugar de considerar la meditación como una
obligación diaria, ansiaba que llegara el momento. Se convirtió en su forma
de vida; el deber había mudado en un hábito. Recuperó la energía y la
vitalidad. Dejó de tomar antidepresivos. Sus patrones de pensamiento habían
cambiado por completo y sus sentimientos no tenían nada que ver con los de
la otra Anna. Tenía la sensación de ser una persona nueva, así que sus actos
cambiaron drásticamente. La salud y la vida de Anna mejoraron ese año de
un modo espectacular.

Al año siguiente asistió a varios actos más. Como estaba tan involucrada en
el trabajo, Anna empezó a trabar amistad con más personas de nuestra
comunidad. Recibía un apoyo constante que la animaba a seguir recorriendo
su viaje a la recuperación total. Tal como les sucede a muchos de nuestros
alumnos, en ocasiones, cuando regresaba a casa después de un taller, le
costaba enormemente no ceder a la tentación de retroceder unos cuantos
pasos y volver a caer en viejas pautas y antiguos patrones de pensamiento,
sentimiento y acción. A pesar de todo, siguió meditando a diario.

En septiembre de 2013, los médicos de Anna la sometieron a una revisión a
fondo, que incluía numerosas pruebas distintas. Un año y nueve meses
después de que le diagnosticaran un cáncer, transcurridos seis años desde el
suicidio de su marido, el cáncer de Anna había remitido por completo y el
tumor del esófago había desaparecido. En los análisis de sangre no apareció
ningún marcador que hiciera sospechar de la presencia de un tumor maligno.
Las membranas mucosas de su esófago, vagina y ano se habían regenerado
por completo. Tan sólo persistían ciertos problemas de poca importancia: las
membranas mucosas de su boca seguían ligeramente irritadas, aunque ya no

tenía ulceraciones, y a causa de la medicación que tomaba para las llagas
seguía sin producir saliva.

Anna se había convertido en una persona nueva: una mujer sana. La
enfermedad pertenecía a su antigua personalidad. Pensando, actuando y
sintiendo de manera distinta, Anna había reinventado un yo inédito. En
cierto sentido, había vuelto a nacer en la misma vida.

En diciembre de 2013, Anna acudió a un evento en Barcelona con la amiga
que de buen comienzo le había hablado de mi trabajo. Cuando me oyó narrar
a los participantes la historia de otro alumno de nuestra comunidad que había
protagonizado una curación prodigiosa, Anna juzgó que había llegado el
momento de compartir su historia conmigo. La escribió de principio a fin y se
la entregó a mi ayudante. Igual que muchas de las cartas que recibo de los
alumnos, la primera línea rezaba: «No creerá lo que le voy a contar». Al día
siguiente, después de leer la carta de Anna, le pedí que subiera al escenario y
compartiera su historia con el público. Y allí estaba ella, un año y medio
después de la visión que había tenido durante la meditación de Nueva York (y
de la cual yo nada sabía), plantada en el escenario y narrando a la
concurrencia su propio viaje a la sanación.

Tras el acto de Barcelona, Anna se sintió tan inspirada como para seguir
trabajando en la dolencia de su boca. Cosa de seis meses más tarde, asistió a
una conferencia que pronuncié en Londres. Hablé de epigenética en
profundidad. Súbitamente, a Anna se le encendió una bombilla. He
conseguido vencer un montón de problemas de salud, incluido el cáncer, pensó.
Sin duda seré capaz de activar los genes necesarios para que mi boca produzca
más saliva. Pocos meses más tarde, durante otro taller, en 2014, Anna notó de
repente el goteo de la saliva. Desde entonces sus membranas mucosas se
encuentran perfectamente y produce saliva con normalidad. Nunca ha vuelto
a sufrir ulceraciones.

En la actualidad, Anna es una persona sana, vital, feliz y estable, con una
mente clara y despierta. Ha crecido tanto en el plano espiritual que con
frecuencia entra en un estado de meditación profundo y ha protagonizado
varias experiencias místicas. Lleva una vida rebosante de creatividad, amor y
dicha. Se ha convertido en uno de mis instructores fijos, los mismos que

imparten nuestras técnicas con regularidad a organizaciones y empresas. En
2016 fundó una institución psiquiátrica que goza de gran éxito y ha dado
trabajo a más de veinte terapeutas y profesionales de la salud. Es
económicamente independiente y gana suficiente dinero como para llevar
una vida acomodada. Viaja por todo el mundo, visita lugares hermosos y
conoce a personas que la inspiran. Tiene un compañero atento y alegre, así
como nuevos amigos y relaciones que hacen honor a Anna y a sus hijos.

Si le preguntas por sus antiguos problemas de salud, te dirá que tener que
afrontar esos desafíos fue lo mejor que le ha sucedido en la vida. Piénsalo: ¿y
si lo peor que te ha sucedido nunca resultara ser lo mejor que te podía pasar?
A menudo me dice que adora su vida actual, y yo siempre le respondo: «Pues
claro, la creaste día a día al decidir que no dejarías de meditar hasta estar
enamorada de tu vida. Es lógico que la ames». En el transcurso de su
transformación, Anna logró convertirse en una persona sobrenatural. Ha
superado su identidad, que estaba conectada a su pasado, y literalmente ha
creado un mañana nuevo y saludable; y su biología ha reaccionado a esa
nueva mentalidad. Anna es ahora un ejemplo viviente de la verdad y la
posibilidad. Y si Anna pudo curarse, tú también puedes hacerlo.

En territorio místico
Superar toda clase de problemas físicos sin duda es una consecuencia
tremendamente positiva de este trabajo, pero hay más. Como el libro trata
también de misticismo, quiero que abras tu mente a un ámbito de realidad
tan transformador como la curación del cuerpo, si bien pertenece a un plano
distinto, más profundo. Convertirse en un ser sobrenatural implica también
alcanzar una mayor consciencia de uno mismo y del lugar que ocupa en este
mundo… y en otros. Permíteme compartir algunas historias extraídas de mi
propia experiencia para explicarte exactamente a qué me refiero y para
demostrarte que también está en tu mano vivir momentos parecidos.

Una lluviosa noche de invierno, en el Pacífico noroeste, sentado en el sofá
tras un largo día, escuché el susurro del viento entre las ramas del enorme
abeto que crece al otro lado de la ventana. Mis hijos estaban en la cama,

profundamente dormidos, y yo disfrutaba por fin de un momento de
tranquilidad. Me acomodé y me dispuse a repasar las tareas del día siguiente.
Para cuando hube terminado mi lista mental, estaba demasiado cansado para
pensar, así que me quedé allí sentado unos minutos, con la mente en blanco.
Ya no pensaba ni analizaba; sencillamente, miraba al vacío, disfrutando del
momento presente.

Según mi cuerpo se relajaba cada vez más, lo dejé dormirse despacio y
conscientemente al mismo tiempo que mantenía mi mente despabilada y
alerta. No centré la atención en ningún objeto de la sala, sino que mantuve el
foco abierto. Se trataba de un juego que a menudo practicaba conmigo
mismo. El ejercicio me gustaba porque de vez en cuando, si todo cuadraba,
vivía experiencias de profunda trascendencia. En momentos así, tenía la
sensación de que una especie de puerta se abría entre la vigilia, el sueño y la
ensoñación, y yo me deslizaba a un estado de extrema lucidez mística. Me
requería mucha paciencia no precipitarme o sentirme frustrado o tratar de
forzar los acontecimientos en lugar de dejarme llevar a ese otro mundo.

Ese día había terminado de escribir un artículo sobre la glándula pineal.
Tras pasar varios meses investigando los efectos mágicos de la melatonina, la
hormona que ese pequeño centro alquímico se guarda en la manga, estaba
exultante ante la idea de vincular el mundo científico con el mundo espiritual.
Durante semanas, me había dedicado en cuerpo y alma a pensar en el papel
de los metabolitos pineales como posible conexión con las experiencias
místicas que buena parte de las culturas antiguas sabían provocar, como las
visiones chamánicas de los nativos americanos, la experiencia hindú del
samadhi y otros rituales parecidos que involucraban estados alterados de
conciencia. Algunos conceptos que durante años no atinaba a explicar habían
encajado súbitamente en la imagen global y mis descubrimientos me llenaban
de satisfacción. Tenía la sensación de estar un paso más cerca de encontrar el
puente a dimensiones más elevadas del espacio y el tiempo.

Toda la información que había reunido me ayudaba a ver con más claridad
las posibilidades que se abren ante los seres humanos. Pese a todo, ansiaba
saber más; de hecho, sentía tanta curiosidad que desplacé mi consciencia
hacia la glándula pineal. Sin pararme a pensar, le pregunté a la glándula:

¿Dónde estás, por cierto?
Según depositaba mi atención en el espacio que la glándula pineal ocupa en

mi cerebro y me deslizaba hacia la negrura, súbitamente, sin saber por qué,
una nítida imagen del pequeño órgano apareció en mi mente. Lo que vi fue
una especie de pomo redondo y tridimensional. Se abría como en un
espasmo, y de la abertura surgía una sustancia de un blanco lechoso. La
claridad de la imagen holográfica me impresionó, pero estaba demasiado
relajado como para despabilarme o reaccionar, así que me limité a dejarme
llevar y observar. Me parecía tan real. Sabía que estaba viendo mi propia y
minúscula glándula pineal.

Al momento, un reloj apareció ante mis ojos. Se trataba de un antiguo reloj
de bolsillo de esos que llevan una cadena prendida, y la visión se me antojó
increíblemente vívida. En el instante en que posé la atención en el reloj, recibí
una información muy clara. De repente, supe que el tiempo lineal tal como yo
lo concebía —compuesto de pasado, presente y futuro— no guardaba
ninguna relación con la realidad. Comprendí, en cambio, que todo sucede en
un eterno instante presente. En esa infinita cantidad de tiempo existen
incontables espacios, dimensiones o posibles realidades.

Si únicamente existe un momento eterno, cabría pensar que el pasado en
esta encarnación no es real, y mucho menos la posibilidad de antiguas
reencarnaciones. Pero yo veía infinitos pasados y futuros igual que si
estuviera mirando una antigua película con un número de fotogramas
ilimitado. Y los fotogramas no representaban momentos aislados, sino
ventanas de infinitas posibilidades que se desplegaban como andamios en
todas direcciones. Se parecía mucho a mirar dos espejos enfrentados y ver
dimensiones o espacios infinitos reflejados en ambas direcciones. Ahora bien,
para entender lo que estaba viendo, imagina que esas dimensiones se
encontraran encima y debajo de ti, delante y detrás, a tu derecha y a tu
izquierda. Y que cada una de esas posibilidades sin límite ya existiera. Sabía
que si centraba mi atención en una de esas posibilidades, experimentaría esa
realidad.

También me di cuenta de que yo no era un ente separado de nada.
Experimenté unidad con todo, con todos los seres, con la totalidad de los

lugares y los tiempos. Si tuviera que describirlo, diría que fue la sensación más
extraña y al mismo tiempo más familiar que he experimentado en la vida.

La glándula pineal, como pronto sabría, funciona como un reloj
dimensional que, cuando se activa, podemos sintonizar con cualquier tiempo
dado. Cuando veía las agujas de ese reloj desplazarse hacia delante o hacia
atrás, comprendí que, igual que una máquina del tiempo programada para
viajar a una época en particular, existe también una realidad o dimensión en
cada espacio determinado. Esa increíble visión me estaba mostrando que la
glándula pineal, igual que una antena cósmica, posee la capacidad de
sintonizar con información situada más allá de nuestros sentidos físicos y
conectarnos con otras realidades que ya existen en el momento eterno. Si bien
recibí una cantidad de información aparentemente ilimitada, no tengo
palabras para describir con acierto la magnitud de la experiencia.

Un encuentro simultáneo con mi yo pasado y
futuro

Según las agujas del reloj se desplazaban hacia atrás, una dimensión cobró
vida en el espacio y en el tiempo. De inmediato me vi a mí mismo en una
realidad personalmente relevante. Y, por extraño que parezca, ese instante del
pasado se estaba desplegando en el presente, sentado en el sofá de mi salón. A
continuación fui consciente de que me encontraba en un espacio físico de esa
época concreta. Me veía a mí mismo siendo un niño e igualmente, de nuevo,
era consciente de estar sentado en el sofá. Esa versión infantil de mí mismo
tenía unos siete años y sufría una fiebre muy alta. Recordé cuánto me gustaba
tener fiebre a esa edad, porque me permitía entrar en mi mente y disfrutar de
las visiones y los sueños abstractos que a menudo acompañan el delirio
provocado por las altas temperaturas corporales. Aquella vez en particular,
me hallaba en mi dormitorio tapado hasta la nariz. Mi madre acababa de
abandonar la habitación. Yo me alegraba de estar solo.

En el instante en que mi madre cerró la puerta, supe instintivamente que
debía hacer lo mismo que estaba haciendo en el salón, como adulto: relajar el
cuerpo cada vez más hasta alcanzar esa zona crepuscular entre el sueño y la

vigilia, atento a lo que pudiera pasar. Hasta ese momento de mi vida presente
había olvidado por completo el recuerdo de esa experiencia infantil, pero al
revivirla me vi a mí mismo enfrascado en un sueño lúcido, contemplando
posibles realidades como casillas de un tablero de ajedrez.

Según me observaba a mí mismo de niño, me conmovió en lo más
profundo advertir lo que ese pequeño trataba de comprender y me pregunté
cómo era posible que pudiera plantearse conceptos tan complicados a su
edad. En ese momento, mientras lo miraba, me enamoré de aquel niño, y en
el instante en que abrigué esa emoción sentí que aquel instante del pasado y el
momento presente que estaba experimentando en el estado de Washington se
conectaban. Tenía una consciencia tan clara de lo que hacía siendo un niño y
de lo que me estaba sucediendo en el presente, que los dos momentos se
enlazaron de un modo significativo. En esa décima de segundo, el amor que
mi yo presente sentía por mi yo niño estaba arrastrando a ese pequeño al
futuro.

Y entonces la experiencia se tornó aún más extraña si cabe. La escena se
desvaneció y el reloj volvió a aparecer. Advertí que las agujas del reloj se
movían también hacia delante. Inundado de asombro y libre de cualquier
duda o miedo, me limité a observar cómo el reloj avanzaba en el tiempo. Al
instante me encontré descalzo en mi patio trasero de Washington, en una
noche fría. Me cuesta explicar qué hora era porque todo estaba sucediendo la
misma noche en que yo me hallaba en el salón, pero el yo que estaba fuera
procedía del futuro. Una vez más, las palabras se quedan cortas, pero sólo
puedo explicar la experiencia diciendo que la personalidad futura llamada Joe
Dispenza había cambiado profundamente. Yo era un ser mucho más
evolucionado y me sentía de maravilla; eufórico, de hecho.

Estaba tan presente; o debería decir, puesto que somos el mismo, estoy tan
presente. Y al hablar de presencia me refiero a una supraconsciencia, como si
mis sentidos se hubieran amplificado un cien por cien. Todo lo que veía,
tocaba, olía, saboreaba y oía inundaba mis sentidos. Poseía una percepción
tan sublime que reparaba y prestaba atención a todo cuanto me rodeaba,
llevado por el deseo de experimentar el momento en toda su magnitud. Y
como mi percepción se había incrementado de un modo tan drástico,

también mi consciencia y, en consecuencia, mi energía. Y, al mismo tiempo,
la sensación de disponer de una energía tan intensa me inducía a ser aún más
consciente de todo eso que estaba experimentando simultáneamente.

Tan sólo puedo describir la sensación como una energía consistente,
directa, totalmente organizada. No se parecía en nada a las emociones de
origen químico que solemos experimentar en cuanto que seres humanos. De
hecho, ni siquiera era capaz de sentir las habituales emociones humanas. Las
había superado. Sentía, eso sí, amor, aunque se trataba de una forma de amor
que no era de origen químico sino eléctrico. Me sentía casi como si ardiera,
enamorado de la vida con pasión. La dicha que me embargaba era de una
pureza indescriptible.

Además, caminaba por el jardín en pleno invierno sin zapatos y sin
chaqueta. Y, pese a todo, el frío se me antojaba placentero. No emitía juicio
alguno sobre la intensidad del frío en mis pies, tan sólo disfrutaba del
contacto de las plantas contra la hierba helada y me sentía conectado tanto
con la sensación como con la hierba. Sabía que, si me paraba a pensar en las
típicas ideas y juicios que normalmente albergaría en relación con el frío,
provocaría en mí mismo una sensación de polaridad y dividiría la energía que
estaba experimentando. Si juzgaba lo que estaba viviendo, sacrificaría el
sentimiento de unidad. Las condiciones de mi entorno (el frío) palidecían
ante el raudal de energía que recorría mi cuerpo. De ahí que acogiera el frío
con toda mi alma. ¡Era vida, sencillamente! De hecho, la sensación resultaba
tan agradable que no quería que el momento terminase. Quería que durase
para siempre.

Esa versión evolucionada de mí mismo caminaba con decisión y elegancia.
Me sentía poderoso y tranquilo, pero también exultante de pura dicha de
existir y amor por la vida. Paseando por el jardín, pasé por encima de unas
enormes columnas de basalto volcadas, que están dispuestas en forma de
enormes peldaños para crear gradas en las que sentarse en torno al foso de la
fogata. Me encantó la sensación de caminar descalzo por los enormes trozos
de piedra. Me detuve a admirar su magnificencia. A continuación, seguí
andando y me acerqué a la fuente. Sonreí al recordarnos a mí y a mi hermano
construyendo tal maravilla.

Súbitamente, vi a una mujer minúscula envuelta en una prenda blanca y
brillante. No mediría más de medio metro de altura, y estaba de pie detrás de
la fuente con otra mujer de tamaño normal que iba vestida de manera
parecida y que emanaba la misma luz. La segunda mujer permanecía algo
apartada, observando, como si estuviera allí para proteger a la más pequeña.

Cuando miré a la mujer diminuta, ella se volvió hacia mí y me sostuvo la
mirada. Noté una energía amorosa todavía más fuerte si cabe, igual que si ella
me la estuviera enviando. Aun estando en la piel de esa versión más
evolucionada de mí mismo, comprendí que jamás había sentido nada
parecido. La sensación de plenitud y amor siguió creciendo de forma
exponencial, y pensé: Hala… ¿De verdad hay un amor aún más grande que
este que acabo de experimentar hace un momento? No se trataba de amor
romántico, sino más bien de una energía vivificante, electrizante, que
despertaba en mi interior. Supe que la mujer me estaba mostrando que yo
llevaba dentro más amor del que podía imaginar. Y supe también que me
encontraba ante un ser más evolucionado que yo. La electricidad que acababa
de notar me indicó también que mirara a la ventana de la cocina, y recordé al
instante por qué estaba allí.

Me di media vuelta y miré hacia la cocina, donde mi yo del presente estaba
fregando los platos pocas horas antes de sentarse en el sofá a descansar. Desde
el jardín trasero, sonreí. También lo amaba con todo mi corazón. Percibí su
sinceridad; sus esfuerzos, su pasión y su amor. Percibí los mecanismos de su
mente, cómo se esforzaba constantemente en relacionar conceptos para
asignarles significado. Y, entre otras cosas, vi una parte de su porvenir. Igual
que un buen padre, estaba orgulloso de él y no sentía nada salvo admiración
por la persona que era en aquel momento. Y mientras lo observaba al mismo
tiempo que notaba cómo esa inmensa energía crecía en mi interior, él dejó de
lavar los platos un momento para mirar por la ventana y pasear la vista por el
jardín.

Y si bien seguía ahí desde la consciencia de mi futuro ser, era capaz también
de pensar desde mi yo presente, y recordé que realmente había dejado de
fregar los platos un momento, para mirar al exterior, porque había notado un
sentimiento de amor espontáneo en el pecho y había tenido la sensación de

que me observaban o de que había alguien en el jardín. Más tarde recordaría
que, mientras limpiaba un vaso, había llegado a inclinarme hacia delante para
minimizar el reflejo de la luz de la cocina en la ventana y había contemplado
un rato la oscuridad antes de devolver la atención a los platos que quedaban
en la pila. Mi yo futuro obsequió a mi yo presente con el mismo regalo que la
luminosa dama me había ofrecido a mí unos instantes atrás. Y entonces
entendí por qué estaba ella ahí.

E, igual que al mirar al niño de la escena anterior, de nuevo el amor que mi
ser futuro sentía por mi ser presente me conectó de algún modo con ese yo
del porvenir. Mi futuro yo estaba ahí para guiarme hacia él, y supe que era el
amor eso que hacía posible la conexión. La versión más evolucionada de mí
mismo albergaba tal sensación de certeza y conocimiento. Y lo más extraño
de todo es que yo habitaba todos esos seres al mismo tiempo. De hecho,
habitaba un número de yoes infinito; no sólo el Joe del pasado, del presente y
del futuro. Existen incontables versiones de mí mismo en el ámbito del
infinito, y no hay sólo un infinito, sino múltiples infinitos. Y todo eso sucede
en el eterno ahora.

Cuando volví a la realidad física tal como la conocemos, en el sofá, tan
pálida en comparación con el mundo dimensional que acababa de visitar, mi
primer pensamiento fue: ¡Uf! ¡Qué visión de la realidad tan pobre tengo! La
rica experiencia interior que acababa de vivir me proporcionó una tremenda
sensación de claridad y el convencimiento de que mis creencias —es decir, lo
que yo creía saber sobre la vida, Dios, mi persona, el tiempo, el espacio e
incluso lo que es posible experimentar en el reino del infinito— eran muy
limitadas. Y hasta ese momento ni siquiera me había dado cuenta. Supe que
yo era como un niño que apenas alcanza a comprender la magnitud de esto
que llamamos «realidad». Entendí por primera vez en la vida, sin miedo ni
ansiedad, el significado de la expresión «lo desconocido». Y supe que nunca
volvería a ser la misma persona.

Como te puedes imaginar, cuando vives una experiencia como ésa,
relatársela a tu familia o amigos implica exponerte a que piensen que sufres
algún desequilibrio químico en el cerebro. Me resistía a compartir lo que me
había sucedido porque carecía de las palabras para describirlo, y me daba

miedo que, de hacerlo, no volviera a suceder. Me pasé meses analizando el
proceso que, según creía yo, había desencadenado la experiencia. También
me tenía intrigado el concepto del tiempo, y no podía dejar de pensar en ello.
Además del cambio de paradigma que suponía pensar el tiempo como un
momento eterno, descubrí algo más. Concluido el trascendental suceso de
aquella noche, al regresar a este mundo tridimensional me di cuenta de que la
totalidad de la vivencia había durado unos diez minutos. Acababa de vivir dos
episodios muy largos y sin duda habrían precisado más tiempo en la vida
normal. La sorprendente dilatación de los minutos avivó todavía más mi
compromiso de poner todo mi empeño en averiguar qué me había pasado.
Cuando entendiera mejor la experiencia, a lo mejor era capaz de repetirla.

Durante los días que siguieron a aquella noche trascendente, noté en el
centro del pecho la misma sensación eléctrica que había experimentado
cuando aquella mujer pequeña y hermosa había activado algo en mí. No
dejaba de pensar: Si la experiencia no hubiera sido real, no seguiría notando
estas sensaciones, ¿verdad? Cuando desplazaba la atención al pecho, el
sentimiento se amplificaba. Como es comprensible, en esos días no me
apetecía demasiado relacionarme con nadie, porque las personas y las
circunstancias del mundo exterior me impedían estar pendiente de mi mundo
interior, y en ese caso la sensación especial disminuía. Con el tiempo acabó
por esfumarse, pero siempre me ha acompañado la idea de que hay infinito
amor a nuestro alcance y de que la energía a la que tuve acceso aquel día
seguía viviendo en mí. Quería volver a activarla, pero no sabía cómo hacerlo.

Durante mucho tiempo, por más que intentara reproducir la experiencia,
no lograba nada. Y ahora sé que ni el deseo de obtener los mismos resultados
ni la frustración de intentarlo una y otra vez en vano eran las circunstancias
ideales para propiciar otra experiencia mística (ni nada, de hecho). Me perdí
en mi propio ejercicio de análisis, según trataba de discurrir cómo había
sucedido y qué hacer para que se repitiera. Decidí probar estrategias distintas.
En lugar de tratar de recrear la experiencia por la noche, decidí levantarme
temprano y meditar. Como los niveles de melatonina alcanzan sus valores
más altos entre la una y las cuatro de la madrugada y los metabolitos de esta
hormona son los mismísimos sustratos místicos que posibilitan los

acontecimientos lúcidos, decidí llevar a cabo mi trabajo interior cada mañana
a las cuatro.

Antes de contarte lo que pasó a continuación, quiero pedirte que tengas
presente el hecho de que yo estaba atravesando un momento particularmente
complicado. Intentaba decidir si valía la pena seguir enseñando. Después de
mi aparición en el documental de 2004 ¿Y tú que sabes?, el caos se había
apoderado de mi vida. Me estaba planteando si abandonar la vida pública y
llevar una existencia más sencilla. Me parecía más fácil alejarme sin más.

La experiencia de una encarnación pasada
en el momento presente

Una mañana, cosa de una hora y media después de haber empezado a meditar
sentado, me recosté. Deslicé unas almohadas debajo de mis rodillas para no
quedarme dormido enseguida y me dejé llevar a la zona crepuscular que
discurre entre el sueño y la vigilia. Mientras estaba allí tumbado, me limitaba
a prestar atención al espacio que ocupa la glándula pineal en mi cabeza. Pero
esa vez, en lugar de buscar que sucediera algo, sencillamente me relajé y dije
para mis adentros: Que sea lo que Dios quiera… Por lo visto, había
pronunciado las palabras mágicas. Ahora sé lo que significan. Me entregué,
aparté mi identidad a un lado, renuncié a obtener un resultado determinado
y, sencillamente, me abrí a la posibilidad.

Sin saber cómo, me encontré convertido en un hombre robusto en una
zona muy cálida del mundo que parecía estar en las actuales Grecia o
Turquía. El terreno era rocoso, la tierra reseca, y unos edificios de piedra
parecidos a los de la época grecorromana se intercalaban con pequeñas
tiendas hechas de tela de brillantes colores. Vestía una sola prenda, una
especie de túnica de arpillera que caía desde los hombros hasta medio muslo,
y llevaba una gruesa cuerda atada a la cintura a guisa de cinturón. Calzaba
sandalias atadas a las pantorrillas. Tenía el pelo rizado, un cuerpo fuerte, los
hombros anchos y las piernas musculosas. Era discípulo desde hacía muchos
años de algún tipo de movimiento filosófico.

Mi consciencia se encontraba repartida entre el protagonista de esa

experiencia y mi ser del presente, que observaba al yo de ese espacio y ese
tiempo primitivos. Una vez más, mi percepción excedía enormemente la
habitual; era supraconsciente. Mis sentidos se habían agudizado, y podía
percibirlo todo. Notaba el aroma almizclado de mi cuerpo y podía saborear la
sal del sudor que me caía por la cara. Me sentía enraizado al plano físico y
notaba la fuerza de mi cuerpo. Era consciente de un intenso dolor en el
hombro derecho, que no llegaba a acaparar mi atención. Apreciaba la
brillantez del cielo azul y la exuberancia de los verdes árboles y las montañas,
como si viviera en tecnicolor. Oía las gaviotas a lo lejos, y supe que me hallaba
cerca de una gran masa de agua.

Estaba llevando a cabo una especie de peregrinaje, una misión. Viajaba por
el país enseñando la filosofía que había aprendido y vivido durante toda mi
existencia. Me guiaba un gran maestro al que amaba con toda el alma por los
cuidados, la paciencia y la sabiduría que me había dispensado durante tantos
años. Estaba a punto de ser iniciado para llevar un mensaje que pretendía
cambiar las mentes y los corazones de las gentes que formaban parte de
aquella cultura. Sabía que el mensaje contradecía las creencias de la época, y
que el Gobierno y las órdenes religiosas tratarían de impedirme que lo
divulgara.

El mensaje central de la filosofía que yo estudiaba pretendía liberar a las
personas de un dictado que no fuera el suyo propio. También se proponía
inspirar a los individuos para que adoptaran unos valores y principios que les
darían herramientas para llevar vidas más significativas y enriquecedoras. Me
apasionaba el ideal de esa filosofía, y me esforzaba a diario por vivir de
acuerdo con sus doctrinas. Por supuesto, el mensaje no incluía la necesidad
de una religión ni la dependencia de un Gobierno, y pretendía liberar a la
gente del dolor y del sufrimiento.

Cuando la escena cobró vida, yo acababa de dirigirme a una multitud en un
pueblo relativamente poblado. La reunión llegaba a su fin cuando, de repente,
varios hombres avanzaron rápidamente entre el gentío para arrestarme. Antes
de que pudiera tratar de escapar siquiera, me apresaron. Yo sabía que habían
planeado muy bien su estrategia. De haber iniciado su avance mientras yo
todavía estaba hablando a la multitud, los habría avistado. Habían escogido el

momento perfecto.
Me rendí sin oponer resistencia y me llevaron a una celda donde me

dejaron solo. Encerrado en un pequeño cubículo de piedra con unas estrechas
rendijas por ventanas, me senté, consciente del destino que me esperaba.
Pasados dos días, me llevaron al centro de la ciudad, donde se habían reunido
cientos de personas, incluidas algunas de las que habían acudido a
escucharme pocos días atrás. Ahora, sin embargo, aguardaban con
impaciencia la ocasión de presenciar el juicio y la tortura a la que estaban a
punto de someterme.

Me desnudaron hasta dejarme cubierto tan sólo por un pequeño taparrabos
y me ataron a una losa horizontal con grandes muescas en las esquinas donde
fijaron unas gruesas cuerdas. Las sogas llevaban grilletes de metal en los
extremos, que usaron para apresar mis muñecas y tobillos. Y entonces todo
empezó. El hombre que estaba plantado a mi izquierda procedió a girar una
manivela que, despacio, fue colocando la losa en posición vertical. Según el
bloque de piedra se desplazaba hacia arriba, las cuerdas que ataban mis
extremidades se tensaron en todas direcciones.

Cuando la losa se hubo desplazado unos 45 grados, empezó el verdadero
dolor. Alguien que parecía ser un juez me preguntó a gritos si pensaba seguir
divulgando mi filosofía. Yo no respondí. Ordenó seguir girando la manivela.
En cierto momento, empecé a escuchar crujidos y chasquidos, señal de que
mi columna vertebral se estaba dislocando por ciertas zonas. Como
observador de la escena, contemplé la expresión de mi rostro a medida que el
dolor aumentaba. Fue igual que si me hubiera mirado en un espejo; no me
cabía duda de que era yo quien estaba en esa losa.

Los grilletes que me rodeaban las muñecas y los tobillos se me clavaban en
la piel, y el duro metal se grababa en mi carne. Estaba sangrando. Se me
dislocó un hombro y sufrí arcadas y gruñí de dolor. Experimentaba
convulsiones, y temblaba al mismo tiempo que tensaba los músculos al
máximo para impedir el desgarre de mis extremidades. Aflojar la tensión
habría resultado insoportable. De súbito, el magistrado volvió a preguntarme
a gritos si pensaba seguir enseñando.

Un pensamiento cruzó mi mente: Accederé a dejar de impartir mis

enseñanzas, y cuando pongan fin a esta exhibición pública de tortura volveré a
empezar. Colegí que ésa era la respuesta adecuada. Complacería al juez y
cesaría el dolor (además de evitar mi muerte) al mismo tiempo que me
permitiría proseguir con mi misión. Despacio, negué con la cabeza de lado a
lado, en silencio.

El magistrado insistió en que expresara mi negativa verbalmente, pero yo
no dije nada. Por gestos, indicó al guardia de mi izquierda que siguiera
girando la manivela. Miré al hombre que accionaba el mecanismo con la
obvia intención de hacerme daño. Vi su rostro y, según nos mirábamos a los
ojos, reconocí a esa persona, que existía también en mi presente como Joe
Dispenza; el mismo individuo en un cuerpo distinto. Una bombilla se
encendió en mi mente mientras presenciaba la escena. Comprendí que ese
mismo verdugo seguía atormentando a los demás —incluido yo— en mi
actual encarnación, y comprendí el rol que esa persona representaba en mi
vida. Experimenté una extraña sensación de haber aprendido algo, y todo
adquirió sentido.

Según la losa ascendía, la parte inferior de mi espalda crujió con fuerza y mi
cuerpo empezó a perder el control. En ese momento me rendí. Lloraba a
causa del insoportable dolor, y también experimentaba una profunda tristeza
que consumía todo mi ser. Cuando soltaron la pesada losa, caí de nuevo en
posición horizontal. Me quedé allí tumbado, temblando de manera
incontrolable, en silencio. Me arrastraron otra vez a la pequeña celda de la
cárcel, donde yací acurrucado en un rincón. Durante tres días, las imágenes
de mi tortura no dejaron de desfilar por mi mente.

Mi sentimiento de humillación era tal que supe que nunca volvería a hablar
en público. La mera idea de reanudar mi misión provocaba tal sensación de
repulsa en mi cuerpo que dejé de pensar en ello. Una noche me liberaron y,
sin que nadie me viera, con la cabeza gacha de pura vergüenza, desaparecí.
Nunca más sería capaz de mirar a nadie a los ojos. Sentía haber fracasado en
mi misión. Pasé el resto de mi vida en una cueva junto al mar, pescando y
viviendo en silencio, como un ermitaño.

Mientras presenciaba los apuros de ese pobre hombre y su decisión de vivir
escondido, comprendí que estaba viendo un mensaje dirigido a mí. Supe que

no podía desaparecer y esconderme del mundo otra vez, en mi vida presente,
y que mi alma me estaba diciendo que debía proseguir con mi trabajo. Tenía
que hacer el esfuerzo de defender un mensaje y nunca más ceder a la
adversidad. También me di cuenta de que no había fracasado en absoluto;
hice lo que pude. Supe que el joven filósofo seguía viviendo en el eterno
presente al igual que una infinidad de yoes en potencia, y que podía cambiar
mi destino, y el suyo, si tomaba la decisión de vivir para la verdad sin miedo,
en lugar de morir por ella.

Cada uno de nosotros cuenta con un sinnúmero de encarnaciones posibles
que habitan el presente eterno, todas esperando a ser descubiertas. Cuando el
misterio del ser se desvela, aprehendemos la idea de que no somos seres
lineales inmersos en una vida lineal, sino seres dimensionales que llevan vidas
de muchas dimensiones. El secreto que nos depara ese desfile inacabable de
probabilidades es que podemos cambiar el futuro si nos transformamos a
nosotros mismos en el infinito momento presente.

3. R. M. Sapolsky, Why Zebras Don’t Get Ulcers, Times Books, Nueva York, 2004. [Edición en
castellano: ¿Por qué las cebras no tienen úlceras?, Madrid, Alianza Editorial, 2008.] El concepto de
la adicción emocional se enseña también en la Escuela de Iluminación Ramtha; ver JZK
Publishing, una división de JZK, Inc., la editorial de la EIR, en http://jzkpublishing.com o
http://www.ramtha.com.

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