Viviendo desde esas heridas mis relaciones con personas eran distantes y desconfiadas. Con terapia fui aprendiendo a tolerar el acercamiento, pero el espacio de intimidad seguía siendo estresante, aunque no fuera muy consciente del todo. Realmente sentía una gran desvalorización en mi interior. No recuerdo muchas felicitaciones, ni abrazos, ni besos. Realmente ocupar el noveno y último lugar en la lista de hermanos, muy buscada y deseada no fui.
Mis palabras y mi apariencia exterior querían mostrar mi mejor versión, pero por dentro sabía que mostraba una máscara para agradar socialmente y no sentirme tan fuera de lugar.
Y así fueron pasando años, tiempos en que profundizaba en mis heridas, y otros en que iba sobreviniendo manteniéndome en la punta del iceberg. No sentía ni la autenticidad ni el amor por mí misma que tanto anhelaba.
Hasta que sobrevino un cáncer a mi pareja, en un momento en que no tenía claro la continuidad en nuestra relación. Este evento provocó en mí un maremoto de emociones que me sobrepasó, aunque es el proceso que con más consciencia he vivido.
Hubo mucho dolor, el dolor de no tener claro mi relación con Jon, el dolor de no saber cómo acompañarlo desde la duda, el dolor de verlo en todo el proceso de cáncer, el dolor de todos los recuerdos que se despertaron de mi infancia…
Hubo momentos que volví a desconectarme de mi cuerpo y de mis emociones, gran recurso utilizado en mi infancia, adolescencia y adultez. Pero esta no era la solución. Si quería otro resultado tenía que acceder a otros recursos interiores, tenía que hacerlo de otra forma.
Volví a hacer diversas terapias que me ayudaron muchísimo. Terapias para elaborar historias del pasado, terapias para gestionar mejor el presente y proyectar el futuro reprogramando mi mente.
Hablando del pasado, recuerdo cuando me hice la numerología. Me quedé atónita cuando me nombraron ciertos años como los peores años de mi vida. Aún me pregunto: ¿Cómo podía saberlo?
En estos años realmente me pasaron situaciones muy dolorosas y con mucho sufrimiento. Se casó mi hermana mayor y me sentí más sola, se murió mi madre cuando yo tenía 15 años, hice la interrupción de mi primer embarazo por cardiopatía muy grave, se produjo la muerte de mi hermana conjuntamente con el decidir divorciarme, y por último el diagnóstico de cáncer de mi pareja con el empeoramiento de la demencia y la muerte de mi padre. A estos años se les llama “años trampolín”, ja que la vida te propone una gran transformación. Estos años tienen un ciclo, por lo tanto, se vuelven a repetir hasta la muerte.
El último trampolín me retó a hacer grandes transformaciones, muy necesarias para mí. Y una de ellas era la de aprender a amarme, amar en mis relaciones y sobretodo en la relación de pareja, mucho más profundamente de lo que estaba haciendo hasta el momento.
Aprender que amar es un arte y que como todo arte se ha de practicar y que se pueden aprender nuevas técnicas para profundizar más en el núcleo del corazón. Y sobre conectar con lo más profundo de mí misma, no tener miedo, y abrirme al amor.
Confiar, dejarme cuidar, pensar que no molesto, que tengo un espacio, que soy importante, que soy guapa, que puedo expresar mis necesidades… en resumen: permitirme SER.
Y al permitirme ser y amar, se abren un montón de posibilidades diferentes, antes inimaginables. Puedo dedicarme muchas más palabras y gestos amorosos hacía mí y hacía los otros. Y al mismo momento puedo dejarme recibir internamente palabras y gestos bonitos de los otros hacía mí.
En ese andar con el amar, voy cultivándolo poco a poco, y voy descubriendo tonalidades de sentimientos profundos que antes me eran ocultos. Y cuando los experimento sale una sonrisa dentro de mí, agradeciendo a la vida su abundancia.
Y en este transitar de descubrimiento en el amor surge la pasión para acompañar a personas a que puedan transitar ese amarse a sí mismas y proyectarlo en sus relaciones personales, desde la libertad y la autenticidad.